jueves, 14 de mayo de 2009

ME LO CONTÓ ESCALONA


Escribe Pulgonzo



Hablar de Escalona es hablar de vallenato. Vallenato aunténtico es crónica, narración cantada. Escalona mismo era una crónica. Y esta es una crónica relacionada con el Maestro, con el juglar.


Una tarde de abril de 1973 me recibió en su cuarto del Hospital Militar para una entrevista que terminó siendo una crónica. Desde una cama metálica, de esas que solo se ven en los hospitales, el Maestro se defendía como gato cerrero contra una enfermedad, supuestamente grave. Pero no parecía acongojado. Se le veía alegre, pleno. Y como había que hablar obligatoriamente del vallenato, me entregó las piezas de una historia que después armé para la revista Vea, en la que yo trabajaba. Puro realismo fantástico.



En las orillas del lago Sicarare guerreaban a muerte españoles e indígenas, la tarde caliente y violenta del 29 de abril de 1557. Pero los guerreros descansan. Y aprevechando su descanso se les apareció la Virgen. Literalmente. Lucía un manto azúl, refrescante como las aguas del lago.

Los guerreros quedaron petrificados mirando al cielo. Así empezó el Maestro.



La Virgen bajó entonces y fue tocando la frente de los muertos, que iban resucitando. Los guerreros, conmovidos, cayeron de rodillas y le pidieron perdón a la Señora, prometiéndole

no batallar más y reconciliarse. Desde entonces la llamaron Nuestra Señora del Rosario.



Fue cuando se mezclaron lo blanco y lo indígena, dos espíritus de los que surgió la juglaresca americana, medio alegre y medio triste. Explicó Escalona. La guitarra clásica se convirtió en tiple, bandola y cuatro en otras regiones, pero los vallenatos prefierieron el acordeón. Instrumento de los marinos que llegaban por la Guajira y se internaban río arriba. La picardía y la mística de la copla española improvisada, casó bien con la malicia y la tristeza indígena. La copla original y la saeta vinieron a ser la piqueria vallenata, la trova repentista antioqueña y el rajaleñas de Tolima y Huila.



Por otra parte, los indígenas habían asimilado el concepto del demonio, anticristo y encarnación del mal. En Valledupar era más conocido como el Señor Don Diablo, con poder sobre las almas, de los borrachitos y las doncellas. Celoso de que los acordeoneros dominaran a los borrachos y enamoraran a las niñas casaderas, el diablo intentó vencerlos de una vez por todas, quitándoles el habla musical.



El más famoso entre los acordeoneros era Francisco, el Hombre. Iba por los caminos con el acordeón sobre el pecho, como coraza, y una botella de aguardiente en el bolsillo trasero del pantalón. Una tarde Francisco improvisaba inspirado en la naturaleza, mientras recorría un sendero sinuoso. De pronto se le apareció un acordeonero, con pinta de buen vallenato. Pero a Francisco no le pareció de la región. Los conocia a todos. Además, era muy sospechoso.



El forastero desafió a Francisco, que pensó: "Tiene que ser muy buena pa desafiarme así". Pero le aceptó el reto y los dos se trenzaron en una piqueria memorable. El duelo poético-musical transcurría en medio en una atmósfera azufrada y cuando el retador cantaba lo acompañaban chillidos de lechuzas y graznidos de misteriosas aves, que parecían prolongar la melodía.



Francisco, iluminado por la Virgen del Rosario o por el Santo Ecce-Homo, patrono de Valledupar, sospechó que no estaba frente a un trovador común. Y confirmó su sospecha cuando, entre la oscuridad, percibió unos colmillos relumbrantes, una lengua larga y roja, unos ojos saltones, brillantes como candelas y un perro negro que lamía la barba del retador. !Estaba frente al Mañoco! ! El mismo Patas! Entonces rezó el Credo al revés, acompañado del acordeón, que sonó esa noche como nunca. Ni el Patas ni Francisco lo habían escuchado así.



Terminada la improvisación, la tierra se estremeció, los perros aullaron, de las entrañas del suelo surgió un fuego como el de la aurora y se sintió un grito quejumbroso que, con el aullido constante de los caninos, despertó al poblado. Y entonces las campanas del templo de Santo Domingo llamaron a somatén para festejar el triunfo de un juglar vallenato sobre el Mañoco, que simbolizaba el de la fe y las oraciones católicas sobre la perversidad y la maldad.


La crónica es más extensa. Fue resumida aquí, recordando al juglar que dejó ayer este mundo de piqueria y que debe estar armando la tremolina en el cielo. Desde allí le será más fácil hacer su casa en el aire. Que bailen San Pedro y la corte celestial y que se escondan las once mil virgenes, pues aquí no había muchas que se le resistieran despues de oir sus canciones.

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