domingo, 11 de octubre de 2009

UNA BOGOTANA EN NEPAL

(Escribe Alejandra )

Huyéndole al estres, hace unas semanas agarré el morral, empaqué cuatro mudas, cepillo de dientes, crema dental, jabón y papel higiénico, me compré unos zapatos de montañismo y tomé un tren de Dusserdolf, donde vivo, a Frankfurt, para abordar allí un avión a Delhi en la India, mi escala para llegar a Nepal, allá al pie de los Himalayas.

En el aeropurto Indira Gandhi tuve que esperar 10 horas para mi conexión con Katmandú, capital nepalesa. Largo tiempo encerrada en el área de espera, sin ninguna entretención, y buena oportunidad para echar al vuelo la imaginación sobre lo que venía, en contraste con el agite de la vida occidental. Nada de televisión ni música y sólo sillas de plástico en este aeropuerto. Apenas los altoparlantes con mensajes en hindú y un inglés que sonaba como a querer empacar un aguacate en la cáscara de un banano.

En la madrugada volé a la "ciudad de los mil templos", Katmandú. Apenas me senté quedé fulminada por el sueño y el cansancio. De manera que si en vuelo se veía el Himalaya, yo no vi nada.

El aeropuerto de la capital nepalesa fue otra sorpresa para mi. Su tamaño es tal vez cuatro veces menos que el terminal de buses de Bogotá y casi toda su estructura es de madera, adornada con flores talladas y letras en sánscrito, con las que me fui familiarizando desde entonces. Signos elegantes pero irremediablemente inentendibles.

Tomé un taxi para ir el Hotel Central, donde había reservado para los primeros días. Como llegué temprano aproveché de una vez para ir a "medir calles", con un mapa que me sirvió para ubicarme un poco. Más tarde con un libro para turistas en mano pude visitar algunos templos budistas.

Callejeando puede apreciar el contraste vivo entre extranjeros, hindúes y musulmanes por las desordenadas calles de esta ciudad de 1.500.000 habitantes o un poco más. Y entre todos ellos resaltan las hermosas mujeres trajeadas con sus saris de colores vivos, relucientes, muchos trabajados con pedrería y lentejuelas brillantes.

Por las estrechas y contaminadas calles de esta ciudad, a 1.300 metros sobre el nivel del mar, casi que se tocan los malos olores y la suciedad. Facilmente se mezclan olores de cominos, basuras y restos de alguna ofrenda a los dioses. Y para marcar más el contraste, cada tres cuadras hay un café internet, pero la ciudad no tiene acueducto, ni alcantarillado, ni mucho menos electricidad para la toda la población.

En pleno centro hay pozos comunales donde se toma el agua para la cocina y el aseo propio. Es decir que una se baña afuera trajeada con su sari, que no permite que se le vea ni la pantorrilla por ningún lado.

Tres religiones, hindús, budistas y musulmanes, ofrendan a sus dioses diariamente. A Shiva, destructor y creador; a Ganesh, mitad hombre y mitad elefante; a Hanuman, mitad hombre y mitad mono, y a Vusnú, mi preferida. Los que venimos de occidente tenemos dificultad al principio para distinguir quién es qué dios y en qué templo se le venera, y qué reencarnación corresponde a quién. Las ofrendas pueden ser de alimentos como arroz y granos o sacrificios de animales como gallinas, patos y corderos. Muchos templos son decorados son representaciones explícitas del acto sexual. En los templos budistas se vive el silencio de los tambores y en los hindúes parecen escucharse los colores.

La vaca es el animal sagrado de los hindues, pues fue creada por Brahma en el mar de leche ancestral ,después de la flor de loto. Por eso las vaquitas andan libres, felices de su vida, por las calles. La gente les da restos de comida y legumbres. Tienen todo el derecho de parar el tráfico, echarse una siestica donde quieran y entrar libremente a los templos.

Los monos tambien son sagrados y dueños por ejemplo de la estupa de Swayambunaht, uno de los templos más importantes para los budistas. Allí se representan los cuatro elementos, agua, tierra, fuego y aire, y la flor de loto y los ojos de Buda cuidando el valle de Katmandú. Los monos juegan libres sobre las estatuas y saltan por entre las figuras santas.

En muchos lugares hay molinos de oración de todos los tamaños. Grabados con oraciones y mantras tibetanos. Uno, por ejemplo: "Om mani padme um" =joya de loto omipotente. Para recibir bendiciones hay que hacerlos girar con las manos en dirección de las manesillas del reloj.

La arquitectura se basa en la madera, rica en detalles, obra de buenos artesanos, sobre todo de carpinteros. Los techos son como pagodas y las columnas lucen figuras talladas que simbolizan dioses o son sus propias imágenes. Por todo lado se encuentran ojos de Buda, que son los mismos ojos de la conciencia del que domina la mente como paso para ir al Nirvana. Uno cree ver en cada pintura sus propios ojos.

En la calle los autos pitan desaforados y van por la izquierda (herencia inglesa), se cierran y parquean en cualquier parte. Causa curiosidad que los hombres luzcan flores en el cabello, collares en el cuello, ojos delineados y la frente pintada. Si son Sandhus meditan, entregados a la nada, renunciando a lo mucho que tendrían y ganándolo todo. Andan por la calle tomados de la mano, mostrando mucho afecto entre ellos, mucho más que entre parejas o entre mujeres. En las calles se ven grupos de hombres abrazados o arreglándose los unos a los otros. Todo eso sin ser homoexuales. Por la ciudad corre el río Vishnumati, en cuyas orillas creman a sus muertos envueltos en sábanas blancas. El blanco es el color de luto.

Despues de la capital me fui a las montañas del norte a pasar unos días con familias nepalíes de costumbres tibetanas, acompañada por una guía. Para llegar caminé entre 5 y 8 horas diarias por parajes hermosos dominados por el verde, la pobreza y las casas de barro.

Las gentes viven de lo mismo que siembran y cosechan; andan en chanclas o descalzos; las mujeres van con faldas amplias, aretes y el cabello trenzado. Dominan esas montañas, que cubren con sus eternos y agiles pasos, cargando canastos de mimbre con pesos que superan el suyo propio.

Los sanitarios son letrinas, huecos en el piso donde uno hace lo que el cuerpo le indica, de pie o acurrucado. Como el papel higiénico no abunda, hay que lavarse directamente, si hay agua. Lavamanos, lavaplatos y duchas son cuentos de hadas allí. Se lava a la orilla de los rios o en platones.

La cocina es a la vez comedor y sala, centro de la vida social y familiar. Hay un horno de leña y alrededor de tapetes y cojines uno es bienvenido. Despues de las caminatas se llega allí a calentarse, a secar la ropa y cocinar. Los dueños se expresan con voces cautelosas, suaves, que no se entienden pero que tranqulizan mientras las velas iluminan la noche.

En las casas donde me fui quedando me daban un cuarto que tienen preparado para visitantes extranjeros. Mi sleeping era mi sábana y cobija. Me daban además un balde con agua para bañarme afuera, en un cuarto con un hueco en el piso. Tomaba agua caliente o té tibetano. O lo que me brindaran, mientras se cocinaba lo que comía todo el tiempo: Dalwat, un plato de lentejas negras y arroz. Un día comí carne seca de búfalo y otro día comí pollo. El resto del menú fue vegetariano. Me tocaba siempre pedir el favor de que no condimentaran tan picante mi comida. Ni vi frutas por ninguna parte.

Las caminatas entre páramos de neblina fresca, tapetes de musgos y bosques de rododendros revivían las ilusiones y ganas de vivir. Conozco muy bien lo que uno siente cuando se es feliz. Y viniendo del realismo mágico de mi país, me dejaba llevar por la magia de esta tierra. Cruzando ríos de aguas claras y caudalosas por puentes colgantes burlaba mis miedos. Igual cuando rodaba por aquellas cascadas en medio de piedras grabadas coon oraciones tibetanas, que despertaban mi curiosidad. Caminando por sus riberas uno mata sus propios demonios.

Con frecuencia suenan los cuernos tibetanos por esos caminos. Con ellos se comunican ellos. Se escuchan como truenos y entonces el corazón late y uno oye el alma. Creo que caminé unos 45 kilómetros por caminos hechos al andar, como dice el poema de Machado. Lo más alto que logré subir por los himalayas fue a 3500 metros, pues ni mi condición física ni mi equipo me permitían más. No fue mucha la altura alcanzada pero si el aprendizaje.

Por los caminos difíciles se ve poca gente. Hasta las cabras ruedan facilmente por ahí. De vez en cuando se ven extranjeros o nepalíes cargando víveres. Los que se encuentran se saludan juntando las manos al pecho y diciendo: "Namast". A propósito, a la dormidera la llaman allí flor de Namast, porque sus pétalos se cierran sobre si mismos como uno al saludar. Por esos caminos elevados sentí integrarme con el cielo, la humedad, el verde espeso, las raices inmensas y una que otra sanguijuela.

Despues de las montañas me fui a lavar elefantes y fotografiar rinocerontes al sur en la reserva del parque de Chitwan, donde se respira un aire cálido y selvático. Hay que decir que por allí hay mucha presencia hindú. Para llegar tuve que pasar una noche en carpa a la orilla de un río caudaloso, donde me uní a un grupo de turistas para tomar entre todos un bote y hacer rafting. Luego ellos se fueron y me cogió la noche sola bajo un cielo estrellado, entre unas piedras grandes, y respirando un aire de tierra caliente que acaraciaba los sentidos. Ninguna vivienda ni pueblo cerca. Confieso que tuve mucho miedo, pero mi instinto me sugirió pasar la noche sobre una piedra grande, con los zapatos puestos, una piedra en la mano derecha y un gancho de acero de los de fijar la carpa en la mano izquierda. Esperé en vela que apareciera energúmeno o alguna cobra, pero ninguno se dejó ver. !Qué noche!

En Chitwan me quedé en unas cabañas de un proyecto holandés para dar trabajo a la población. Allí me sentí muy feliz de tener de nuevo un espejo. Había pasado tiempo sin verme en uno. Tuve cama limpia, sábanas y agua potable. Un lujo.

Finalmente, de nuevo a Katmandú, después otras 10 horas en Delhi y el regreso a Frankfurt. Volando de vuelta recordé unas palabras de A. Schweizer: " Alto, muy alto, si tu cielo se tiende a opacar deja brincar tu estrella interior". Saludos calurosos.

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