El padre Francisco De Roux publicó en El Colombiano de Medellín la siguiente columna, que pone a pensar seriamente a cualquier indiferente sobre la tragedia que vivimos los colombianos y a la que nos acostumbramos hasta el punto de banalizarla.
Me han invitado a este escenario de EL COLOMBIANO para compartir lo que se lleva en el corazón sobre Colombia: nuestra gente, nuestra riqueza cultural y espiritual diversa, nuestra historia institucional y económica, nuestra naturaleza generosa. Y al mismo tiempo la inmensa e inquietante crisis humanitaria de nuestro pueblo. Con la mafia que ha penetrado al Estado y las instituciones, el campo y la ciudad, del primer productor mundial de cocaína. Que con Sudán y El Congo forma el trío de las naciones con más desplazados internos, ahora con 60 mil refugiados políticos en Ecuador. Con el despojo campesino de cinco millones de hectáreas. Con más de mil personas que permanecen en secuestro. Con la mayor densidad de minas antipersona en el planeta. Con falsos positivos de jóvenes asesinados y presentados como muertos en combate. Con negocios públicos y privados vergonzosos. Donde ha habido esfuerzos como en Medellín, e intentos desde el Estado y desde la Iglesia para abordar la crisis, pero donde la herida de la ruptura humanitaria sigue abierta. En medio de esta tragedia somos una sociedad encerrada en el simplismo. Convencida de que el problema no es con nosotros, que todo lo ha causado el grupo perverso y minoritario de unos pocos malos, y que todo se arreglará cuando la guerra acabe con el terrorismo. Muchos piensan que un solo hombre, el Presidente, con el empeño de echarse el bulto del país al hombro, puede solucionar la magnitud de la crisis. Y millones creen que con mantenerlo en las encuestas y ganar el referéndum cumplen con su cuota de responsabilidad. Cuando todos sabemos que lo que ocurre aquí no puede arreglarlo nadie solo. Entretanto, nos sorprende que las Naciones Unidas, la Unión Europea y los grupos humanitarios nos pongan en la lista corta de los territorios de la tragedia humana: Afganistán, Irak, Congo, Sudán, Palestina y Colombia. Tan preocupante lo que pasa con nosotros que, aunque no clasificamos para la cooperación internacional por estar situados por encima del umbral de la pobreza, hemos recibido más ayuda externa directa, en la última década, que cualquier otro país del continente. Aquí ha llegado el dinero que estaba listo para calmar el hambre en Haití, Nicaragua, Honduras y Bolivia; con el Plan Colombia de los Estados Unidos y los Laboratorios de Paz de la Unión Europea. Somos el casting de este drama, responsables por lo que hemos hecho y por lo que hemos dejado de hacer: presidentes y alcaldes y gobernadores que han sido y son, partidos políticos y parlamentarios, guerrilleros y paramilitares, militares y policías, empresarios y comerciantes, periodistas, universidades, escuelas y colegios, artistas y deportistas, iglesias y comunidades religiosas, todas y todos colombianos. No voy a decir que somos los únicos responsables. La crisis humanitaria colombiana es el resultado de variables endógenas, nuestras, y de variables exógenas. Dinámicas perversas, que no son nuestras, se han ceñido sobre el mundo para disparar, en lugares propicios como Colombia, la tragedia del ser humano que hubiera ocurrido en cualquiera otra parte del mundo con condiciones parecidas a las nuestras: la demanda internacional de cocaína, la industria y el tráfico de armas, la locura de los de la especulación con papeles basura, el calentamiento global causado por la codicia humana.
Pero si somos honestos, nosotros, por nuestra historia de problemas nunca resueltos, por nuestras exclusiones, por nuestra incapacidad de asumirnos como colombianos; todas y todos concernidos, involucrados, copartícipes, hemos ofrecido tierra fértil a las variables exógenas perversas para que estalle aquí el caos humanitario que nos desbarata como pueblo.
Si no cambiamos nosotros, la crisis humanitaria seguirá. Aunque reelijamos al Presidente como muchos quieren, aunque vengan otros diez planes Colombia, aunque fumiguemos con glifosato todo el país, aunque matemos a todos los guerrilleros y a todos los paramilitares, como piensan los que van por la salida militar. Porque el problema lo llevamos dentro. Porque de nosotros, espectadores cotidianos en nuestros televisores de las fosas comunes, y del llanto de las víctimas y de la corrupción, puede decirse crudamente lo que suelta un personaje en las Uvas de la Ira: "No son humanos, si lo fueran no aceptarían vivir como viven". El nuestro es un problema ético. Y en estas páginas no quiero hablar de principios morales, ni de mandamientos religiosos. Lo que aquí está en juego, se juega en el terreno personal de cada uno de nosotros. Se trata de nuestra propia dignidad.
lunes, 1 de junio de 2009
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